martes, 30 de junio de 2009

COSAS QUE ME CABREAN. II

Mi lista de cosas que me provocan un cabreo desproporcionado, vecino de la furia asesina –que es de lo que trata todo esto- continua con un grupo de frasecitas que he tenido que escuchar casi cada día de mi vida y que podemos resumir en “deja el café” / “deja de temblar” y que habría ocupado el número uno en mi anterior post de haberme acordado.


¿Saben ustedes qué es el temblor esencial? Brevemente: es una afección muy común de la que desconoce el origen –aunque hay sospechas de que está involucrado un malfuncionamiento del cerebelo- y que no tiene cura. Al no matar a nadie y no resultar inhabilitante más que en contados casos, no hay demasiado interés en dedicar tiempo y dinero en investigar. Yo padezco un temblor esencial leve. Consiste básicamente en que me tiemblan las manos. En mi caso se denomina temblor familiar, puesto que lo heredé de mi abuelo Sebastián (que, a pesar de temblar como un azogado, cazaba pajaritos al encare y jamás fallaba). Dado que me crié con el temblor y no es un caso severo, hago una vida perfectamente normal y no me causa vergüenza alguna. Sin embargo, las personas se sienten incómodas y me ordenan que deje de temblar. Ya saben, la gente cree en todo tipo de cosas tontas y una de ellas es el poder de la palabra. Creen que la frase “¡Por Dios, deja de temblar!” logrará lo que no consigue la medicina ni mi propia voluntad y hará que mis manos se queden serenas como las de un juez. Creen también que acompañando la frase de esa sonrisita falsa que odio tanto y de algunos chistes sobre abuelos y nietos con ganas de mear no voy a ofenderme ni a molestarme. Y sobre todo creen que en 38 años de vida es la primera vez que escucho ese jodido chiste.


Detengámonos un momento. Verán, tengo una teoría, que ustedes no tienen por qué compartir y que voy a explicarles antes de seguir. Creo que los seres humanos somos depredadores natos, de un tipo especialmente feroz, pero que nos vemos obligados a vivir como pacíficos rumiantes. El panorama puede parecer tranquilo, pero los instintos están por debajo y una yugular expuesta es algo demasiado tentador para nuestro feroz yo interior. Por eso –y ahora retomamos el hilo de lo que hablábamos- siempre intento no decir ni mostrar que algo me molesta. No por orgullo, que también, sino porque cada vez que damos a entender que algo nos molesta, el depredador escondido anota una entrada nueva en la sección “Debilidades del sujeto/presa”. Antes o después, esa debilidad será usada contra nosotros. Si no me creen, estén atentos la próxima vez que discutan con su pareja y sorprenderán a su propio depredador echando mano de la lista.

Cuando me ordenan que deje temblar, si me encuentro de humor, explico lo de que tengo temblor esencial y tal y tal. Pero años y años y años de dar la misma charla me han convencido de que la gente no me cree. Porque siempre me escuchan con la misma sonrisita de “¿Por qué te excusas, si te he pillado? ¡Deja de temblar y punto!”. Una vez he dado mi discurso médico, la otra persona SIEMPRE hace el mismo comentario, que no contesta a lo que yo acabo de decirle, sino que continua con su tono autoritario: “Eso es por el café. Deja el café”. Cuando era joven y pánfilo, perdía el tiempo intentando explicar que no es por el café y que el temblor esencial es una enfermedad real. Tiempo perdido, la sonrisita de mi interlocutor seguía ensanchándose a medida que yo hablaba. Luego, la otra persona acababa la conversación con un gesto impreciso y, en un intento fallido de transformar la sonrisita de superioridad paternalista en una de cariño, remataba con el comentario: “Deja, el café, Mario”.

Es una pena ser una persona educada. ¡Cuantas respuestas se han quedado en algún lugar entre mi estómago y mi garganta! Ahí están, aguardando su oportunidad algunas frases oportunas como: “Y tú deja los bollos, so puta gorda, a ver si conviertes esa inmensa fábrica de mierda en algo parecido a un culo” y también “Más le tiemblan las manos a la alcólica de tu puta madre y no hago comentarios”. En sustitución de tan justas y merecidas respuestas, y en atención a la convivencia, he decidido no permitir que la conversación derive hacia la situación incómoda de paternalismo entrometido. Dependiendo de mi humor, o bien no respondo ni miro, con lo que consigo extinguir la conducta en la mayoría de personas, o bien suelto algo del estilo: “padezco una grave enfermedad neurodegenerativa inhabilitante”, mientras echo mano de mis inéditas dotes de actor (no se fien de mí, puedo fingir cualquier emoción) para componer un breve gesto en el que se resume un inmenso dolor interior y una heróica resistencia ante lo inevitable que les hace sentirse miserables e inoportunos, mientras mi propio depredador interno se carcajea como el Doctor Infierno en el funeral de Koji Kabuto.

Pero sigamos, que aún me quedan algunas cosas. Otra cosa que me irrita mucho es no poderme sentar nunca en el metro o en el autobús. Voy a decir algo insolidario y terrible: ¿se han dado cuenta de que Madrid es una ciudad de viejos? Lógico, la mayoría de jóvenes se han largado a las ciudades dormitorio huyendo del olor a naftalina y los yayos que te cazan en la escalera para contarte el hambre que pasaron haciendo la mili en Ceuta. Por cierto, esto último es real; una triste mañana de invierno antes de desayunar, tuve que escuchar cómo el yayo de mi escalera tenía que robarles las algarrobas a las acémilas de su cuartel, allá en Ceuta, cuando Franco era corneta. Y de cómo las algarrobas le produjeron un atasco intestinal de tal calibre que estuvo siete días sin hacer de vientre, hasta que tuvo que ponerse serio y, con dedo experto y urgador, ir extrayendo las semillas de algarroba que atascaban la salida. El remate de fin de fiesta, esto es, la detallada y precisa descripción del torrente/explosión de oscura y apestosa mierda que salió de allí una vez liberado el atasco fue, lo reconozco, de cierto mérito. Aunque mérito el mio, que después pude retener el desayuno, maldita sea mi alma.

Sigamos. La consecuencia directa de esa pirámide de población desajustada es que, cuando te subes a un transporte público, no importa la hora, está lleno de personas mayores. Si hay un asiento libre ni se te ocurra aprovecharlo, porque en la siguiente parada se subirá una abuela caduca y no te servirá de nada enterrar la nariz en al libro para hacer como que no la has visto, porque se pondrá a tu lado y aprovechará cada pequeña curva para echarse sobre ti.

Antes de que piensen que soy un monstruo insolidario me explicaré: no tengo ningún inconveniente en ceder gustoso mi asiento a la mayoría de personas mayores, embarazadas, personas que llevan niños, discapacitados, etc, lo hago gustoso. No soy como un amigo mio, cuyo nombre es piadoso omitir aquí, que en cierta ocasión en que el autobús pegó un frenazo, esquivó con un requiebro oportuno, la mano sarmentosa y engarfiada de una abuela que se precipitaba pasillo adelante, impulsada por la inercia, y después se quedó contemplando su cuerpo despanzurrado. No señor. Por más que admire la sangre fria de mi amigo aún guardo mi poquito de humanidad y decoro.

En realidad mi ira se dirige a un tipo concreto: las viejas ligeras. ¿Ah, qué no saben lo que son? No, claro que no lo saben. Bueno, llamo vieja ligera a ese tipo de mujer de cierta edad pero aún no estrictamente vieja. Socialmente es de clase media-alta, está delgada porque se cuida mucho, se nota que goza de una relativa buena salud y, como no trabaja y tiene quien le haga la casa y cuide de sus hijos, pasa el tiempo citándose con amigas o en el Corte Inglés dándole caña a la Visa Oro. Esa vieja ligera, se ha levantado a las 10:00 AM, se ha tomado el cafetito descafeinado con tostada integral y crema de soja con la esposa del director de la sucursal del Santander, se ha ido al centro y se ha pasado cinco horas haciendo la vida imposible a los comerciales y quejándose por todo. Y después se mete al metro y ahí es donde me la encuentro yo, que vengo de donde el viento da la vuelta de tener una reunión interminable, agotadora y perfectamente prescindible con un cliente. Y le tengo que ceder el asiento a la vieja ligera, porque uno ha llegado ya a una edad en la que lo que piensen los demás le importa y mucho. Pero me cabreo tanto que me largo a otro vagón.

Me pregunto: ¿por qué tengo que cederle el asiento a la vieja ligera? ¿Por qué es mujer? Eso era una triste y arcana compensación paternalista a las mujeres a cambio de continuar en su papel de sexo débil e inferior. ¿Porque tiene ya cierta edad? Si su edad le supone un problema ¿por qué viene cargada con bolsas de boutiques caras y exclusivas? Y además, si yo tengo que viajar de pie y ella tiene el privilegio de encontrar siempre donde sentarse ¿por qué nos cobran el mismo billete que a mí? Estas y otras cosas le doy vueltas en la pelota cada vez que me ocurre esto y siempre acabo con un ataque de ira.

Para terminar, me gustaría mencionar un personaje que seguro que ustedes conocen bien. Yo lo odio a muerte, pero igual para ustedes tiene el encanto de lo carpetovetónico, de lo racial, de lo profundamente nuestro. Me refiero al Séneca de taberna.

El Séneca de taberna es un tipo de entre, digamos, cuarenta y sesenta y cinco años. Fuma como una chimenea industrial, desayuna un café con Cognac y dos Solysombra antes de subirse al andamio o coger la furgoneta. Cobra el paro y después el subsidio y/o vive de la mujer y los hijos siempre que puede, hasta que usted y yo le pagamos una pensioncita y viajes gratis con el IMSERSO. Frecuentemente se autolesiona –yo mismo he conocido dos casos personalmente- para gozar de baja laboral cobrando su sueldo, hasta que le enfila el jefe y le pone de patitas en la calle. Tiene la voz cascada y aguardentosa, un moreno Agromán tirando a cetrino que se convierte en negro en los brazos. Viste siempre el mismo pantalón lleno de lamparones y las mismas chanclas de meter el dedo, en invierno y en verano. Y, sobre todo, el rasgo que completa el cuadro y sin el cual no tendríamos un Seneca de taberna acabado, sino un simple caradura: habla por los codos y de todo opina. Aunque no te conozca, aunque no le hayas preguntado, aunque le des la espalda, aunque le contestes con monosílabos o no le contestes en absoluto. Él opinará.

La televisión que tienen los bares siempre encendida es su gancho. Cualquier noticia les vale, aunque las de deportes son sus preferidas, porque es de lo único que han llegado a entender algo en toda su triste y desocupada vida. Siempre están contra el gobierno, sea éste del partido que sea, y siempre tienen ellos clarísimo lo que habría que hacer. En el bar donde desayuno había un Séneca de taberna a cualquier hora que acudieras. Cuando los disturbios en Francia de hace unos años, le escuché esta perla: “¡Qué rápido arreglaba yo esto! ¡Qué rápido! ¡Cada guardia, dos metralletas! ¡Y a tiros con tó lo que se mueva!”. En ese comentario sutil reconozco yo al Séneca de taberna típico. Mi padre me previno contra ellos cuando era pequeñito: “Hijo, si crees que Franco y Hitler eran malos, espera a escuchar en los bares como arreglarían España los borrachines”. Persona sabia, mi padre.

Si se fijan con detenimiento, el Séneca de taberna es un tipo solitario. No tiene amigos, aunque ocasionalmente se le arriman los parroquianos porque tienen la costumbre de invitar sin tasa a todo aquel que les siga la bola. Los que me dan pena son los camareros, que se ven obligados a aguantar como valientes las charlas interminables, practicando de cuando en cuando ese maravilloso instrumento que es la “escucha activa”: y que consiste en intercalar “Ahá”, “Claro” y “Eso es como todo” cada minuto o dos mientras piensan en cuantas cajas de Coca Cola Zero tienen que pedir. Mi respeto por esos grandísimos profesionales que, con mucha frecuencia, atraen sobre sí lo peor de la insufrible tabarra senequiana para que los demás podamos ocuparnos de nuestra cerveza fría con oreja a la plancha en paz.

Conforme se van acercando a la edad clave de los 50, nuestros Sénecas van adoptando un look paramilitar típico que consiste en: cazadora verde caqui comprada en el Rastro, llena de insignias de inexistentes unidades militares vagamente anglosajonas, gafas de aviador compradas después de mucho regateo a un pobre africano y ostentoso llavero de la Legión o la Guardia Civil (cuerpos en los que jamás han servido, porque entre otras cosas, los Sénecas han sido, o bien excedentes de cupo o conocidos escaquers y pelotas en la Mili). La banderita de España en la pulsera del reloj es opcional.


Bueno, esto es todo. Seguro que, pensando, pensando, me he dejado algo por ahí. Ha sido un placer compartir mis miserias con ustedes, por lo que les quedo muy agradecido.

Sean buenos (si pueden).

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