lunes, 29 de junio de 2009

COSAS QUE ME CABREAN. I

¿No hay cosas que les cabrean de forma automática e irracional? Puede ser un comentario, un tipo de anuncio, una persona… llámenlo equis. Algo cuya sola existencia acaba con su paz mental y es capaz de agriarles incluso una bonita mañana de principios de verano como esta. No me refiero a una ligera molestia, ni a la irritante sensación de “no estoy de acuerdo pero no voy a decir nada para no liarla”. Me refiero a una respuesta emocional desproporcionada en su intensidad y duración con el objeto que la provoca.
Mucha gente que me conoce a medias me tiene por un tipo simpático y extrovertido enemigo de los conflictos, bebedor aceptable, y charlador por los codos. Las personas que me conocen más a fondo reconocen en mí a un gruñón empedernido capaz de cabrearse por el asunto más nimio o coger manía a alguien por un comentario hecho de pasada. Sólo que aprendí desde durante la adolescencia a ocultar determinadas emociones y pensamientos; cuestión de supervivencia social. Otras personas con igual problema de intolerancia que yo no realizan nunca ese esfuerzo y ahora siguen viviendo con sus padres, nunca se duchan, se matan a pajas y trabajan de informáticos en su empresa, aprovechando el puesto para colarse en los correos privados de las chavalas de Administración. No, no utilizo guantes de goma, no me enseñaron ningún “Código” y no trabajo de forense.
Voy a compartir con ustedes algunas de esas cosas que me hacen rechinar los dientes. Igual resulta que somos almas gemelas. Si es así, no me lo digan y déjenme vivir en la ilusión de que soy un bicho raro.
La cosa que más mi irrita con diferencia son las repeticiones. Cualquier clase de repetición. Cualquier acontecimiento, palabra o hecho que suceda de forma reiterada en un espacio corto de tiempo. Me produce un malestar físico, espeso, que me sube desde el vientre. Un ejemplo son esos niños a los que padres dejan corretear por el tren, oficina de correos o sucursal bancaria. No me malinterpreten me encantan los niños y normalmente tengo una altísima tolerancia a sus gritos destemplados, golpes y travesuras. Normalmente, incluso me alegran el día. Pero hay criaturas que parecen completamente imbéciles. En lugar de correr y tirar cosas como cualquier crio normal, se solazan en la repetición infinita de una misma rutina: por ejemplo, correr hasta una pared, dar un palmetazo, volver hacia el progenitor, ja-ja-ja, ignorancia paternal, correr, palmetazo en la pared. Una y otra y otra jodida vez. Durante horas y sin descanso. Llega un momento en que la perspectiva de quebrar esos bracitos y sacar de sus órbitas aquellos tiernos ojitos no resulta tan cruel como pudiera parecer en un primer momento.
Otra repetición muy frecuente la provocan personas con menos memoria que la amiguita de Nemo. Te preguntan la hora (por ejemplo) pero no escuchan la respuesta. Tampoco la retienen la segunda vez ni la tercera. A la cuarta vez que me preguntan la hora (o lo que sea), me encuentro tan mal que estoy a punto de morder y arañar.
Hace años, mi mujer y yo seguíamos la serie Periodistas, miserias que tiene uno. Era la típica serie con un esquema muy básico: Menganito aparece en una oficina, la cámara le sigue, habla con Zutanito, luego la cámara sigue a Zutanito, que va al despacho de Periquito, donde vuelven a hablar. Y todo el rato así, de charleta por los pasillos en lugar de currar. En un momento dado me dí cuenta de que en todas las escenas aparecía una rubia. A veces llevaba papeles y a veces no. Cuando los personajes se paraban a hablar, la rubia pasaba por detrás andando. O estaba haciendo fotocopias. En la siguiente escena volvía a aparecer, lo que te hacía preguntarte cuándo coño se sentaba aquella tipa a trabajar. Aquella rubia empezó a emparanoiarme. No atendía a los diálogos. Yo decía en voz alta “y ahora es cuando aparece la rubia”. Y aparecía. Y mi mujer se cabreaba conmigo como una mona. Pero es que no fallaba. Íbamos a docena de cabreos por episodio a cuenta de la rubia, porque mi irritación me impedía callarme cada vez que se la veía pasear detrás de José Coronado. Llegó un momento en que la estabilidad de la pareja dictó que era mejor que me callara, después de algunas trifulcas realmente considerables. Pero como me daba la risa tonta cada vez que aparecía, mi mujer se seguía cabreando conmigo. Cuando logré aguantar la risa, mi mujer, cual perro de Pavlov, me seguía echando la bulla con cada nueva aparición de la rubia.
A algunas repeticiones les he cogido un gusto morboso. ¿Leen ustedes las etiquetas de los productos? Yo sí. Fíjense en las etiquetas de agua mineral. Junto a la composición del agua aparece el laboratorio que ha realizado el análisis. Yo lo miro siempre. Laboratorio del Dr. Oliver Rodés. No importa cuántas marcas miren. Siempre es el laboratorio del Dr. Oliver Rodés. Todas las marcas. Siempre. Al principio disparaba mis alarmas de cabreo por repetición. Ahora, encuentro un placer morboso en comprobar la enésima marca cuyo análisis ha sido realizado por el inevitable Dr. Oliver Rodés. Si miran con atención Stargate SG-1 verán que el agua mineral que sirven en el comedor del Cheyenne Mountain Complex es una marca de agua mineral catalana (no recuerdo la marca). Miedo me da buscar quien ha realizado el análisis químico de esa agua. Puedo acabar como Jim Carrey en la película El número 23.
Otra cosa que me irrita, me cabrea, me produce ganas de arañar pizarras y pasar tenedores por cristales son las terapias alternativas. Cada cual tiene derecho a intentar curarse como le dé la realísima gana, eso está claro. Pero yo no soy dueño de mis emociones. Las disimulo, pero no las controlo. Verán: soy un pesimista y fatalista empedernido. En nuestro universo, las cosas que curan pinchan, escuecen, duelen, saben mal, tienen reacciones adversas imprevisibles o efectos secundarios realmente jodidos. La Aspirina, por ejemplo, puede provocar el síndrome de Reye, cuyos síntomas incluyen vómitos, convulsiones, comportamiento combativo y coma. ¿Simpático, verdad? Si no me creen, vayan al botiquín y compruébenlo.
Además, las medicinas y terapias de verdad las administran personal que trabaja de verdad y realiza guardias de 24 horas, en entornos que huelen a algo que no sé muy bien lo que es, pero huele a dolor y cosas siniestras. En ocasiones, ese personal, mal pagado y mal mirado, está irritado y nos trata de forma desagradable. Las terapias alternativas, en cambio, las administran personas muy simpáticas que te cobran 50 euros por 15 minutos de terapia (no me lo estoy inventando, lo prometo), con música New Age y toneladas de buen rollito por todas partes. No hay efectos secundarios (el agua del grifo, las estampitas de Santa Gema y las tisanas no suelen tener muchos), no hay dolor, no hay irritabilidad. La gente que trabaja poco y gana mucho dinero suele tener esa capacidad de ser simpática. Además, los pacientes acuden una y otra vez durante años a que sigan engañándoles, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones no tienen la menor mejoría. Cualquier recaída es atribuida a las medicinas tradicionales que se están tomando al mismo tiempo o a la confluencia de los astros. La razón es que las terapias alternativas (sin pinchazos, sin molestias, sin malos sabores) constituyen ese camino fácil y de mínimo esfuerzo al que todos tendemos.
Por eso, a algunas personas jamás les digo que me encuentro mal (en las raras ocasiones en que enfermo), para evitar comentarios del tipo “¿has probado con las flores de Bach?”. Porque mi reacción emocional incluye el deseo de dar respuestas muy desagradables a las que no tengo en absoluto derecho.
Digo que las terapias alternativas no son desagradables y estoy faltando a la verdad. Hace casi veinte años, me vi prácticamente obligado a someterme a varias sesiones de acupuntura para curar mi codo de tenista –que no me hice jugando el tenis–. Por alguna razón que desconozco, el terapeuta me clavaba agujas por las piernas, lo que de por sí no es muy molesto (apenas duelen, eso es verdad). Pero éste sujeto no debió ir tan lejos como China a aprender Acupuntura, sino más cerca, digamos a Guantánamo. Porque después de dejarme hecho un acerico arrimaba a la camilla una máquina de la que salían cables con pequeños cocodrilos, como los que se enganchan a las baterías de los coches pero más pequeños, y los agarraba a las agujas, maldita sea mi estampa. Luego giraba una ruedecita y ¡¡WRAAAANG!! me temblaba la pierna y todos los pelos se me ponían tiesos. Qué sensación horrible y desagradable.
Un día cometí la equivocación de decirle que no dormía bien. El doctor Mengele cogió una aguja y, lo juro, me la clavó en el padrastro del dedo meñique de la mano izquierda. Aullé de dolor.
Mi Chi debe ser reacio a fluir, porque ni se me curó el codo de tenista ni el insomnio. Eso sí, mi familia perdió 6.000 pelas por sesión (era 1990, hagan cuentas). Tío, estés donde estés: no pasará suficiente tiempo, muac, por éstas que me las pagas.
En tercer lugar en mi lista está esa conocida frase tan hispana: “todos los políticos son iguales”. Oigan, esto sí que me hace morderme las falanges (con perdón). Verán, entiendo a quien, harto de los tejemanejes de los políticos, de los continuos escándalos de corrupción de unos y otros, del entreguismo de aquellos, de la hipocresía de aquestos, decida que su voto no va a ningún lado y decida entregarlo en blanco, a cualquier partido minoritario de chalados o termine por arrebañarse el ojal con la papeleta. Lo entiendo y lo respeto, aunque no lo comparta. Los que me ponen de los nervios son los que, ante cualquier comentario o noticia que pone a su partido en solfa, dicen aquello de “si ej que son todos iguales”. Pero los muy cabrones votan.
A ver, macho: ¿Por qué votas a un partido si crees que dá lo mismo y son todos unos cabrones? ¿Y si es así porque JAMÁS criticas a tu partido? Porque en realidad no lo piensas, por eso. Lo que pasa es que no tienes ni pajolera idea de por qué votas, o tus motivos son tan miserables que te da vergüenza exponerlos en público. O incluso, y esto es lo que de verdad me irrita, utilizas una frase hecha para evitar dialogar sobre política, ya que no sabes hacerlo sin insultar y ya te han sobado los morros varias veces por broncas y por impresentable.
En la misma categoría de frases irracionalmente irritantes hay dos clásicos: “te han engañado” y “a ver si llamas / a ver si nos vemos”. La primera es elemento de diagnosis claro para el típico listoferia al que enseñas, con absoluta inocencia y confianza, tu nuevo móvil y dices “fíjate, me ha costado sólo 80 euros”. El mencionado listoferia se permite una medio sonrisa de medio lado y suelta: “Te han engañado. Eso te lo consigo yo por 50 en la tienda de debajo de mi casa”. En vano buscarán ustedes una tienda debajo de su casa. En vano le dirán “oye, que a mi cuñado le ha gustado mi móvil, dime donde lo comprabas tú más barato”. Porque resulta que la tienda acaba de cerrar, o se le ha terminado ese modelo, o la oferta se ha terminado, o “es que mira, a mí es que me hace una oferta especial”. La segunda de las frases es la que te espetan en la cara cuando ves a esa persona a la que no consideras más que conocida agradable, o que fue amigo hace años y la relación fue enfriándose. Él nunca llama y tú tampoco. Pero cuando te lo encuentras por la calle, te mira como te miraba mamá cuando se sentía dolida contigo y te reclama que le llames, como si todos los años de indiferencia fueran culpa exclusivamente tuya y no compartida entre los dos. Lo que se merece es que le contestes algo del tipo “no te llamaría ni para que me regaras las plantas en Agosto”. Pero no, hagan como yo. Hace unos años me encontré con una conocida que me soltó la frasecita, entre dolida y anhelante. Disimulé a la perfección mi cabreo y le dije: “es verdad, nosotros vamos a estar por Madrid este fin de semana, quedemos el sábado”. Me gusta cuando la gente es precedible, porque hizo exactamente lo que lo pensaba que haría… excusarse, darme largas y despedirse. Es mano de santo, inténtenlo.
Bueno, tengo guardadas unas cuantas cosas más que me ponen de mala hostia. Pero este post se puede hacer demasiado largo y mejor dejamos algo para otra vez.
Saludos a todos.

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