martes, 30 de junio de 2009

COSAS QUE ME CABREAN. II

Mi lista de cosas que me provocan un cabreo desproporcionado, vecino de la furia asesina –que es de lo que trata todo esto- continua con un grupo de frasecitas que he tenido que escuchar casi cada día de mi vida y que podemos resumir en “deja el café” / “deja de temblar” y que habría ocupado el número uno en mi anterior post de haberme acordado.


¿Saben ustedes qué es el temblor esencial? Brevemente: es una afección muy común de la que desconoce el origen –aunque hay sospechas de que está involucrado un malfuncionamiento del cerebelo- y que no tiene cura. Al no matar a nadie y no resultar inhabilitante más que en contados casos, no hay demasiado interés en dedicar tiempo y dinero en investigar. Yo padezco un temblor esencial leve. Consiste básicamente en que me tiemblan las manos. En mi caso se denomina temblor familiar, puesto que lo heredé de mi abuelo Sebastián (que, a pesar de temblar como un azogado, cazaba pajaritos al encare y jamás fallaba). Dado que me crié con el temblor y no es un caso severo, hago una vida perfectamente normal y no me causa vergüenza alguna. Sin embargo, las personas se sienten incómodas y me ordenan que deje de temblar. Ya saben, la gente cree en todo tipo de cosas tontas y una de ellas es el poder de la palabra. Creen que la frase “¡Por Dios, deja de temblar!” logrará lo que no consigue la medicina ni mi propia voluntad y hará que mis manos se queden serenas como las de un juez. Creen también que acompañando la frase de esa sonrisita falsa que odio tanto y de algunos chistes sobre abuelos y nietos con ganas de mear no voy a ofenderme ni a molestarme. Y sobre todo creen que en 38 años de vida es la primera vez que escucho ese jodido chiste.


Detengámonos un momento. Verán, tengo una teoría, que ustedes no tienen por qué compartir y que voy a explicarles antes de seguir. Creo que los seres humanos somos depredadores natos, de un tipo especialmente feroz, pero que nos vemos obligados a vivir como pacíficos rumiantes. El panorama puede parecer tranquilo, pero los instintos están por debajo y una yugular expuesta es algo demasiado tentador para nuestro feroz yo interior. Por eso –y ahora retomamos el hilo de lo que hablábamos- siempre intento no decir ni mostrar que algo me molesta. No por orgullo, que también, sino porque cada vez que damos a entender que algo nos molesta, el depredador escondido anota una entrada nueva en la sección “Debilidades del sujeto/presa”. Antes o después, esa debilidad será usada contra nosotros. Si no me creen, estén atentos la próxima vez que discutan con su pareja y sorprenderán a su propio depredador echando mano de la lista.

Cuando me ordenan que deje temblar, si me encuentro de humor, explico lo de que tengo temblor esencial y tal y tal. Pero años y años y años de dar la misma charla me han convencido de que la gente no me cree. Porque siempre me escuchan con la misma sonrisita de “¿Por qué te excusas, si te he pillado? ¡Deja de temblar y punto!”. Una vez he dado mi discurso médico, la otra persona SIEMPRE hace el mismo comentario, que no contesta a lo que yo acabo de decirle, sino que continua con su tono autoritario: “Eso es por el café. Deja el café”. Cuando era joven y pánfilo, perdía el tiempo intentando explicar que no es por el café y que el temblor esencial es una enfermedad real. Tiempo perdido, la sonrisita de mi interlocutor seguía ensanchándose a medida que yo hablaba. Luego, la otra persona acababa la conversación con un gesto impreciso y, en un intento fallido de transformar la sonrisita de superioridad paternalista en una de cariño, remataba con el comentario: “Deja, el café, Mario”.

Es una pena ser una persona educada. ¡Cuantas respuestas se han quedado en algún lugar entre mi estómago y mi garganta! Ahí están, aguardando su oportunidad algunas frases oportunas como: “Y tú deja los bollos, so puta gorda, a ver si conviertes esa inmensa fábrica de mierda en algo parecido a un culo” y también “Más le tiemblan las manos a la alcólica de tu puta madre y no hago comentarios”. En sustitución de tan justas y merecidas respuestas, y en atención a la convivencia, he decidido no permitir que la conversación derive hacia la situación incómoda de paternalismo entrometido. Dependiendo de mi humor, o bien no respondo ni miro, con lo que consigo extinguir la conducta en la mayoría de personas, o bien suelto algo del estilo: “padezco una grave enfermedad neurodegenerativa inhabilitante”, mientras echo mano de mis inéditas dotes de actor (no se fien de mí, puedo fingir cualquier emoción) para componer un breve gesto en el que se resume un inmenso dolor interior y una heróica resistencia ante lo inevitable que les hace sentirse miserables e inoportunos, mientras mi propio depredador interno se carcajea como el Doctor Infierno en el funeral de Koji Kabuto.

Pero sigamos, que aún me quedan algunas cosas. Otra cosa que me irrita mucho es no poderme sentar nunca en el metro o en el autobús. Voy a decir algo insolidario y terrible: ¿se han dado cuenta de que Madrid es una ciudad de viejos? Lógico, la mayoría de jóvenes se han largado a las ciudades dormitorio huyendo del olor a naftalina y los yayos que te cazan en la escalera para contarte el hambre que pasaron haciendo la mili en Ceuta. Por cierto, esto último es real; una triste mañana de invierno antes de desayunar, tuve que escuchar cómo el yayo de mi escalera tenía que robarles las algarrobas a las acémilas de su cuartel, allá en Ceuta, cuando Franco era corneta. Y de cómo las algarrobas le produjeron un atasco intestinal de tal calibre que estuvo siete días sin hacer de vientre, hasta que tuvo que ponerse serio y, con dedo experto y urgador, ir extrayendo las semillas de algarroba que atascaban la salida. El remate de fin de fiesta, esto es, la detallada y precisa descripción del torrente/explosión de oscura y apestosa mierda que salió de allí una vez liberado el atasco fue, lo reconozco, de cierto mérito. Aunque mérito el mio, que después pude retener el desayuno, maldita sea mi alma.

Sigamos. La consecuencia directa de esa pirámide de población desajustada es que, cuando te subes a un transporte público, no importa la hora, está lleno de personas mayores. Si hay un asiento libre ni se te ocurra aprovecharlo, porque en la siguiente parada se subirá una abuela caduca y no te servirá de nada enterrar la nariz en al libro para hacer como que no la has visto, porque se pondrá a tu lado y aprovechará cada pequeña curva para echarse sobre ti.

Antes de que piensen que soy un monstruo insolidario me explicaré: no tengo ningún inconveniente en ceder gustoso mi asiento a la mayoría de personas mayores, embarazadas, personas que llevan niños, discapacitados, etc, lo hago gustoso. No soy como un amigo mio, cuyo nombre es piadoso omitir aquí, que en cierta ocasión en que el autobús pegó un frenazo, esquivó con un requiebro oportuno, la mano sarmentosa y engarfiada de una abuela que se precipitaba pasillo adelante, impulsada por la inercia, y después se quedó contemplando su cuerpo despanzurrado. No señor. Por más que admire la sangre fria de mi amigo aún guardo mi poquito de humanidad y decoro.

En realidad mi ira se dirige a un tipo concreto: las viejas ligeras. ¿Ah, qué no saben lo que son? No, claro que no lo saben. Bueno, llamo vieja ligera a ese tipo de mujer de cierta edad pero aún no estrictamente vieja. Socialmente es de clase media-alta, está delgada porque se cuida mucho, se nota que goza de una relativa buena salud y, como no trabaja y tiene quien le haga la casa y cuide de sus hijos, pasa el tiempo citándose con amigas o en el Corte Inglés dándole caña a la Visa Oro. Esa vieja ligera, se ha levantado a las 10:00 AM, se ha tomado el cafetito descafeinado con tostada integral y crema de soja con la esposa del director de la sucursal del Santander, se ha ido al centro y se ha pasado cinco horas haciendo la vida imposible a los comerciales y quejándose por todo. Y después se mete al metro y ahí es donde me la encuentro yo, que vengo de donde el viento da la vuelta de tener una reunión interminable, agotadora y perfectamente prescindible con un cliente. Y le tengo que ceder el asiento a la vieja ligera, porque uno ha llegado ya a una edad en la que lo que piensen los demás le importa y mucho. Pero me cabreo tanto que me largo a otro vagón.

Me pregunto: ¿por qué tengo que cederle el asiento a la vieja ligera? ¿Por qué es mujer? Eso era una triste y arcana compensación paternalista a las mujeres a cambio de continuar en su papel de sexo débil e inferior. ¿Porque tiene ya cierta edad? Si su edad le supone un problema ¿por qué viene cargada con bolsas de boutiques caras y exclusivas? Y además, si yo tengo que viajar de pie y ella tiene el privilegio de encontrar siempre donde sentarse ¿por qué nos cobran el mismo billete que a mí? Estas y otras cosas le doy vueltas en la pelota cada vez que me ocurre esto y siempre acabo con un ataque de ira.

Para terminar, me gustaría mencionar un personaje que seguro que ustedes conocen bien. Yo lo odio a muerte, pero igual para ustedes tiene el encanto de lo carpetovetónico, de lo racial, de lo profundamente nuestro. Me refiero al Séneca de taberna.

El Séneca de taberna es un tipo de entre, digamos, cuarenta y sesenta y cinco años. Fuma como una chimenea industrial, desayuna un café con Cognac y dos Solysombra antes de subirse al andamio o coger la furgoneta. Cobra el paro y después el subsidio y/o vive de la mujer y los hijos siempre que puede, hasta que usted y yo le pagamos una pensioncita y viajes gratis con el IMSERSO. Frecuentemente se autolesiona –yo mismo he conocido dos casos personalmente- para gozar de baja laboral cobrando su sueldo, hasta que le enfila el jefe y le pone de patitas en la calle. Tiene la voz cascada y aguardentosa, un moreno Agromán tirando a cetrino que se convierte en negro en los brazos. Viste siempre el mismo pantalón lleno de lamparones y las mismas chanclas de meter el dedo, en invierno y en verano. Y, sobre todo, el rasgo que completa el cuadro y sin el cual no tendríamos un Seneca de taberna acabado, sino un simple caradura: habla por los codos y de todo opina. Aunque no te conozca, aunque no le hayas preguntado, aunque le des la espalda, aunque le contestes con monosílabos o no le contestes en absoluto. Él opinará.

La televisión que tienen los bares siempre encendida es su gancho. Cualquier noticia les vale, aunque las de deportes son sus preferidas, porque es de lo único que han llegado a entender algo en toda su triste y desocupada vida. Siempre están contra el gobierno, sea éste del partido que sea, y siempre tienen ellos clarísimo lo que habría que hacer. En el bar donde desayuno había un Séneca de taberna a cualquier hora que acudieras. Cuando los disturbios en Francia de hace unos años, le escuché esta perla: “¡Qué rápido arreglaba yo esto! ¡Qué rápido! ¡Cada guardia, dos metralletas! ¡Y a tiros con tó lo que se mueva!”. En ese comentario sutil reconozco yo al Séneca de taberna típico. Mi padre me previno contra ellos cuando era pequeñito: “Hijo, si crees que Franco y Hitler eran malos, espera a escuchar en los bares como arreglarían España los borrachines”. Persona sabia, mi padre.

Si se fijan con detenimiento, el Séneca de taberna es un tipo solitario. No tiene amigos, aunque ocasionalmente se le arriman los parroquianos porque tienen la costumbre de invitar sin tasa a todo aquel que les siga la bola. Los que me dan pena son los camareros, que se ven obligados a aguantar como valientes las charlas interminables, practicando de cuando en cuando ese maravilloso instrumento que es la “escucha activa”: y que consiste en intercalar “Ahá”, “Claro” y “Eso es como todo” cada minuto o dos mientras piensan en cuantas cajas de Coca Cola Zero tienen que pedir. Mi respeto por esos grandísimos profesionales que, con mucha frecuencia, atraen sobre sí lo peor de la insufrible tabarra senequiana para que los demás podamos ocuparnos de nuestra cerveza fría con oreja a la plancha en paz.

Conforme se van acercando a la edad clave de los 50, nuestros Sénecas van adoptando un look paramilitar típico que consiste en: cazadora verde caqui comprada en el Rastro, llena de insignias de inexistentes unidades militares vagamente anglosajonas, gafas de aviador compradas después de mucho regateo a un pobre africano y ostentoso llavero de la Legión o la Guardia Civil (cuerpos en los que jamás han servido, porque entre otras cosas, los Sénecas han sido, o bien excedentes de cupo o conocidos escaquers y pelotas en la Mili). La banderita de España en la pulsera del reloj es opcional.


Bueno, esto es todo. Seguro que, pensando, pensando, me he dejado algo por ahí. Ha sido un placer compartir mis miserias con ustedes, por lo que les quedo muy agradecido.

Sean buenos (si pueden).

lunes, 29 de junio de 2009

COSAS QUE ME CABREAN. I

¿No hay cosas que les cabrean de forma automática e irracional? Puede ser un comentario, un tipo de anuncio, una persona… llámenlo equis. Algo cuya sola existencia acaba con su paz mental y es capaz de agriarles incluso una bonita mañana de principios de verano como esta. No me refiero a una ligera molestia, ni a la irritante sensación de “no estoy de acuerdo pero no voy a decir nada para no liarla”. Me refiero a una respuesta emocional desproporcionada en su intensidad y duración con el objeto que la provoca.
Mucha gente que me conoce a medias me tiene por un tipo simpático y extrovertido enemigo de los conflictos, bebedor aceptable, y charlador por los codos. Las personas que me conocen más a fondo reconocen en mí a un gruñón empedernido capaz de cabrearse por el asunto más nimio o coger manía a alguien por un comentario hecho de pasada. Sólo que aprendí desde durante la adolescencia a ocultar determinadas emociones y pensamientos; cuestión de supervivencia social. Otras personas con igual problema de intolerancia que yo no realizan nunca ese esfuerzo y ahora siguen viviendo con sus padres, nunca se duchan, se matan a pajas y trabajan de informáticos en su empresa, aprovechando el puesto para colarse en los correos privados de las chavalas de Administración. No, no utilizo guantes de goma, no me enseñaron ningún “Código” y no trabajo de forense.
Voy a compartir con ustedes algunas de esas cosas que me hacen rechinar los dientes. Igual resulta que somos almas gemelas. Si es así, no me lo digan y déjenme vivir en la ilusión de que soy un bicho raro.
La cosa que más mi irrita con diferencia son las repeticiones. Cualquier clase de repetición. Cualquier acontecimiento, palabra o hecho que suceda de forma reiterada en un espacio corto de tiempo. Me produce un malestar físico, espeso, que me sube desde el vientre. Un ejemplo son esos niños a los que padres dejan corretear por el tren, oficina de correos o sucursal bancaria. No me malinterpreten me encantan los niños y normalmente tengo una altísima tolerancia a sus gritos destemplados, golpes y travesuras. Normalmente, incluso me alegran el día. Pero hay criaturas que parecen completamente imbéciles. En lugar de correr y tirar cosas como cualquier crio normal, se solazan en la repetición infinita de una misma rutina: por ejemplo, correr hasta una pared, dar un palmetazo, volver hacia el progenitor, ja-ja-ja, ignorancia paternal, correr, palmetazo en la pared. Una y otra y otra jodida vez. Durante horas y sin descanso. Llega un momento en que la perspectiva de quebrar esos bracitos y sacar de sus órbitas aquellos tiernos ojitos no resulta tan cruel como pudiera parecer en un primer momento.
Otra repetición muy frecuente la provocan personas con menos memoria que la amiguita de Nemo. Te preguntan la hora (por ejemplo) pero no escuchan la respuesta. Tampoco la retienen la segunda vez ni la tercera. A la cuarta vez que me preguntan la hora (o lo que sea), me encuentro tan mal que estoy a punto de morder y arañar.
Hace años, mi mujer y yo seguíamos la serie Periodistas, miserias que tiene uno. Era la típica serie con un esquema muy básico: Menganito aparece en una oficina, la cámara le sigue, habla con Zutanito, luego la cámara sigue a Zutanito, que va al despacho de Periquito, donde vuelven a hablar. Y todo el rato así, de charleta por los pasillos en lugar de currar. En un momento dado me dí cuenta de que en todas las escenas aparecía una rubia. A veces llevaba papeles y a veces no. Cuando los personajes se paraban a hablar, la rubia pasaba por detrás andando. O estaba haciendo fotocopias. En la siguiente escena volvía a aparecer, lo que te hacía preguntarte cuándo coño se sentaba aquella tipa a trabajar. Aquella rubia empezó a emparanoiarme. No atendía a los diálogos. Yo decía en voz alta “y ahora es cuando aparece la rubia”. Y aparecía. Y mi mujer se cabreaba conmigo como una mona. Pero es que no fallaba. Íbamos a docena de cabreos por episodio a cuenta de la rubia, porque mi irritación me impedía callarme cada vez que se la veía pasear detrás de José Coronado. Llegó un momento en que la estabilidad de la pareja dictó que era mejor que me callara, después de algunas trifulcas realmente considerables. Pero como me daba la risa tonta cada vez que aparecía, mi mujer se seguía cabreando conmigo. Cuando logré aguantar la risa, mi mujer, cual perro de Pavlov, me seguía echando la bulla con cada nueva aparición de la rubia.
A algunas repeticiones les he cogido un gusto morboso. ¿Leen ustedes las etiquetas de los productos? Yo sí. Fíjense en las etiquetas de agua mineral. Junto a la composición del agua aparece el laboratorio que ha realizado el análisis. Yo lo miro siempre. Laboratorio del Dr. Oliver Rodés. No importa cuántas marcas miren. Siempre es el laboratorio del Dr. Oliver Rodés. Todas las marcas. Siempre. Al principio disparaba mis alarmas de cabreo por repetición. Ahora, encuentro un placer morboso en comprobar la enésima marca cuyo análisis ha sido realizado por el inevitable Dr. Oliver Rodés. Si miran con atención Stargate SG-1 verán que el agua mineral que sirven en el comedor del Cheyenne Mountain Complex es una marca de agua mineral catalana (no recuerdo la marca). Miedo me da buscar quien ha realizado el análisis químico de esa agua. Puedo acabar como Jim Carrey en la película El número 23.
Otra cosa que me irrita, me cabrea, me produce ganas de arañar pizarras y pasar tenedores por cristales son las terapias alternativas. Cada cual tiene derecho a intentar curarse como le dé la realísima gana, eso está claro. Pero yo no soy dueño de mis emociones. Las disimulo, pero no las controlo. Verán: soy un pesimista y fatalista empedernido. En nuestro universo, las cosas que curan pinchan, escuecen, duelen, saben mal, tienen reacciones adversas imprevisibles o efectos secundarios realmente jodidos. La Aspirina, por ejemplo, puede provocar el síndrome de Reye, cuyos síntomas incluyen vómitos, convulsiones, comportamiento combativo y coma. ¿Simpático, verdad? Si no me creen, vayan al botiquín y compruébenlo.
Además, las medicinas y terapias de verdad las administran personal que trabaja de verdad y realiza guardias de 24 horas, en entornos que huelen a algo que no sé muy bien lo que es, pero huele a dolor y cosas siniestras. En ocasiones, ese personal, mal pagado y mal mirado, está irritado y nos trata de forma desagradable. Las terapias alternativas, en cambio, las administran personas muy simpáticas que te cobran 50 euros por 15 minutos de terapia (no me lo estoy inventando, lo prometo), con música New Age y toneladas de buen rollito por todas partes. No hay efectos secundarios (el agua del grifo, las estampitas de Santa Gema y las tisanas no suelen tener muchos), no hay dolor, no hay irritabilidad. La gente que trabaja poco y gana mucho dinero suele tener esa capacidad de ser simpática. Además, los pacientes acuden una y otra vez durante años a que sigan engañándoles, a pesar de que en la mayoría de las ocasiones no tienen la menor mejoría. Cualquier recaída es atribuida a las medicinas tradicionales que se están tomando al mismo tiempo o a la confluencia de los astros. La razón es que las terapias alternativas (sin pinchazos, sin molestias, sin malos sabores) constituyen ese camino fácil y de mínimo esfuerzo al que todos tendemos.
Por eso, a algunas personas jamás les digo que me encuentro mal (en las raras ocasiones en que enfermo), para evitar comentarios del tipo “¿has probado con las flores de Bach?”. Porque mi reacción emocional incluye el deseo de dar respuestas muy desagradables a las que no tengo en absoluto derecho.
Digo que las terapias alternativas no son desagradables y estoy faltando a la verdad. Hace casi veinte años, me vi prácticamente obligado a someterme a varias sesiones de acupuntura para curar mi codo de tenista –que no me hice jugando el tenis–. Por alguna razón que desconozco, el terapeuta me clavaba agujas por las piernas, lo que de por sí no es muy molesto (apenas duelen, eso es verdad). Pero éste sujeto no debió ir tan lejos como China a aprender Acupuntura, sino más cerca, digamos a Guantánamo. Porque después de dejarme hecho un acerico arrimaba a la camilla una máquina de la que salían cables con pequeños cocodrilos, como los que se enganchan a las baterías de los coches pero más pequeños, y los agarraba a las agujas, maldita sea mi estampa. Luego giraba una ruedecita y ¡¡WRAAAANG!! me temblaba la pierna y todos los pelos se me ponían tiesos. Qué sensación horrible y desagradable.
Un día cometí la equivocación de decirle que no dormía bien. El doctor Mengele cogió una aguja y, lo juro, me la clavó en el padrastro del dedo meñique de la mano izquierda. Aullé de dolor.
Mi Chi debe ser reacio a fluir, porque ni se me curó el codo de tenista ni el insomnio. Eso sí, mi familia perdió 6.000 pelas por sesión (era 1990, hagan cuentas). Tío, estés donde estés: no pasará suficiente tiempo, muac, por éstas que me las pagas.
En tercer lugar en mi lista está esa conocida frase tan hispana: “todos los políticos son iguales”. Oigan, esto sí que me hace morderme las falanges (con perdón). Verán, entiendo a quien, harto de los tejemanejes de los políticos, de los continuos escándalos de corrupción de unos y otros, del entreguismo de aquellos, de la hipocresía de aquestos, decida que su voto no va a ningún lado y decida entregarlo en blanco, a cualquier partido minoritario de chalados o termine por arrebañarse el ojal con la papeleta. Lo entiendo y lo respeto, aunque no lo comparta. Los que me ponen de los nervios son los que, ante cualquier comentario o noticia que pone a su partido en solfa, dicen aquello de “si ej que son todos iguales”. Pero los muy cabrones votan.
A ver, macho: ¿Por qué votas a un partido si crees que dá lo mismo y son todos unos cabrones? ¿Y si es así porque JAMÁS criticas a tu partido? Porque en realidad no lo piensas, por eso. Lo que pasa es que no tienes ni pajolera idea de por qué votas, o tus motivos son tan miserables que te da vergüenza exponerlos en público. O incluso, y esto es lo que de verdad me irrita, utilizas una frase hecha para evitar dialogar sobre política, ya que no sabes hacerlo sin insultar y ya te han sobado los morros varias veces por broncas y por impresentable.
En la misma categoría de frases irracionalmente irritantes hay dos clásicos: “te han engañado” y “a ver si llamas / a ver si nos vemos”. La primera es elemento de diagnosis claro para el típico listoferia al que enseñas, con absoluta inocencia y confianza, tu nuevo móvil y dices “fíjate, me ha costado sólo 80 euros”. El mencionado listoferia se permite una medio sonrisa de medio lado y suelta: “Te han engañado. Eso te lo consigo yo por 50 en la tienda de debajo de mi casa”. En vano buscarán ustedes una tienda debajo de su casa. En vano le dirán “oye, que a mi cuñado le ha gustado mi móvil, dime donde lo comprabas tú más barato”. Porque resulta que la tienda acaba de cerrar, o se le ha terminado ese modelo, o la oferta se ha terminado, o “es que mira, a mí es que me hace una oferta especial”. La segunda de las frases es la que te espetan en la cara cuando ves a esa persona a la que no consideras más que conocida agradable, o que fue amigo hace años y la relación fue enfriándose. Él nunca llama y tú tampoco. Pero cuando te lo encuentras por la calle, te mira como te miraba mamá cuando se sentía dolida contigo y te reclama que le llames, como si todos los años de indiferencia fueran culpa exclusivamente tuya y no compartida entre los dos. Lo que se merece es que le contestes algo del tipo “no te llamaría ni para que me regaras las plantas en Agosto”. Pero no, hagan como yo. Hace unos años me encontré con una conocida que me soltó la frasecita, entre dolida y anhelante. Disimulé a la perfección mi cabreo y le dije: “es verdad, nosotros vamos a estar por Madrid este fin de semana, quedemos el sábado”. Me gusta cuando la gente es precedible, porque hizo exactamente lo que lo pensaba que haría… excusarse, darme largas y despedirse. Es mano de santo, inténtenlo.
Bueno, tengo guardadas unas cuantas cosas más que me ponen de mala hostia. Pero este post se puede hacer demasiado largo y mejor dejamos algo para otra vez.
Saludos a todos.