Es por la mañana, de camino a dejar a mis hijos en un polideportivo donde realizan actividades de verano y continuar después hacia el trabajo. Además el Lunes, que más decir.
La calle es larga y recta, con semáforos, pasos de peatones, coches aparcados a la derecha y la inevitable doble fila que reduce a un carril los tres dibujados por las líneas en el asfalto. El tráfico en el julio madrileño no es demasiado denso y con un poco de calma, prudencia, atención y buen hacer se pueden sortear los obstáculos y avanzar a buen ritmo sin damnificar a nadie, dejando pasar a este que sale de un aparcamiento o ese otro que se queda atascado ante el inesperado bloqueo de su carril por que un colega conductor ha decidido parar justo frente a la puerta de su bar a tomar café o, siendo “biempensados” recoger a algún pariente mayor o cargado de equipaje.
En fin, una por ti otra por mi, todos vamos tirando a una velocidad razonable, casi la permitida, parando al ritmo del semáforo del fondo o cuando algún peatón ejerce su inalienable derecho de cruzar al otro lado de la vía.
Todos menos él.
Es negro, el coche claro, una especie de deportivo, lo descubro de repente pegado a mi culo, al de mi vehículo que esta es otra palabra delicada. “Si freno me endiña por detrás”, calculo. Par evitar tal circunstancia impido a un viandante ejercer el derecho antes dicho, me excuso con la mano y vuelvo a mirar al retrovisor. Mi perseguidor ya no está, ha aprovechado un hueco entre dos “doblefila” y ahora lo tengo justo a la una, que dicen los pilotos de combate y, sin duda por la necesaria rapidez de la maniobra, no ha podido hacer uso del intermitente para indicar que se dispone a cruzar al carril izquierdo, a una zona que según uno de esos estúpidos principios físicos de exclusión no pueden ser ocupados por dos objetos similares a la vez. Freno, que remedio y aguanto u exabrupto.
Debe llevar mucha prisa, no he visto su cara, no puedo saber que angustia le corroe, quizá traslade a un enfermo al hospital, aunque no luce las alarmas ni toca el claxon, tal vez llegue tarde a embarcar en su vuelo de vacaciones, a una importante cita o su jefe le ha dando el último avisó antes del despido fulminante si vuelve a fichar más tarde de la hora de entrada. Una terrible congoja, ansiedad, zozobra o desesperación que le arrastra en zigzag por la avenida jodiendo el ritmo de los demás y provocando el atasco que un momento antes no existía.
En estas reflexiones, le veo alejarse con sus maniobras de esquiador de supergigante y vuelvo a centrarme el lo mío. Después del primer semáforo la calle se ensancha y prudente, me inclino por la derecha, (de la vía, vuelvo a matizar otra de esas palabras ambiguas), es el carril que usan los autobuses urbanos y los turismos huyen de el como de la peste, pero yo, veterano en esta calle y en estas horas, se que sólo son dos paradas, que el éxodo hacia la izquierda (supongo que esta vez está claro que hablo del carril) y el siguiente semáforo, permite al transporte público y a mi bajo su protección, avanzar a mayor velocidad que la otra mano, incluyendo los tiempos de carga y descarga de viajeros.
Continúo pues mi camino tranquilo y sosegado, incluso los niños están relajados esta mañana, por haber dormido menos el fin de semana o por la tranquila música de la radio, es igual, al final de una larga y suave cuesta me toca ser el primero frente a la luz roja, un metros más adelante está mi primer destino y... ¡Vaya! Justo a mi izquierda, víctima de la caótica matemática del tráfico, esta él. No puedo evitar una amplia sonrisa. Ahora sí tengo tiempo de estudiarle: es un hombre de treinta y tantos, de aspecto normal, tenso frente a su volante. El también me mira, pero no capta la fina ironía de mi gesto, concentrado como está, esperando el banderazo de salida. Va solo, no le acompaña ningún enfermo, ni parece vestido para unas vacaciones, tal vez sea lo del trabajo.
Luz verde, zaaaas, me saca varios cuerpos y desaparece por un túnel, yo señalo la maniobra y me detengo a la derecha, en una zona de aparcamiento no vayáis a pensar mal. Dejo a mis hijos y continúo con mi duda, tan buena como cualquier otra para un lunes por la mañana, ¿Que le pasará a este pobre chico? En el fondo tengo que ser comprensivo porque conozco la respuesta, es un síndrome que yo también en padecido alguna vez, no es el de Fernando Alonso, el síndrome de Ironman, conozco esa sensación de vestir un traje de hierro, ruedas y motor de explosión, de superar la triste condición humana y sentirme, por un momento, el más poderosos del universo.
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2 comentarios:
También se le llama el síndrome de "la más gorda" Como yo tengo más que tu, es obvio que también la tengo más gorda XD
Sí. El coche ha transformado al ser humano en una especie de energúmeno acorazado. Y la siniestralidad en accidentes de tráfico sigue siendo la primera causa de muerte no natural.
¿El precio del progreso?.
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